Humanismo
Exposición de: Lesbia Carrillo
Actualidad del humanismo clásico
El humanismo clásico nunca llegó a
este extremo inferior de la deshumanización y, a la vez, siempre sospechó del
extremo superior de la entrega de uno mismo a los demás. Su lema era ne quid
nimis: nunca demasiado.

Si algo resulta patente en este comienzo de
siglo es justo el derrumbamiento de los humanismos utópicos que, desde hace al
menos doscientos años, venían prometiéndonos la definitiva consagración del
hombre como centro y culminación del mundo y de la vida. La más grave carencia
de las ideologías revolucionarias -radicalmente humanistas- era precisamente que
en ellas no se confiaba en la actuación de las mujeres y los hombres reales y
concretos, para llevar a cabo el gran cambio que habría de traer consigo la paz
y la abundancia a todos los habitantes de este planeta. Todo se fiaba a fuerzas
mecánicas y anónimas -el progreso científico, la lucha de clases, el libre
funcionamiento del mercado- que tenían en común su escasa consideración por algo
tan insignificante y menudo, en apariencia, como es cada una de las personas
humanas.
Pero, llegado el despertar del sueño de la revolución, nos encontramos más desamparados aún, porque tales ideologías de la sospecha han corroído nuestra confianza en las posibilidades de avance y perfeccionamiento que pudiéramos llevar los humanos en nuestro interior. Y es que, en cierto sentido, las revoluciones antropocéntricas se han esfumado porque, en un aspecto sustancial, sus proyectos se han cumplido. No, desde luego, en el sentido de que se realizaran sus promesas utópicas, pero sí en el sentido de que han vaciado al hombre de su propia esencia irreductible a la materia y al entrecruzarse de fuerzas puramente fácticas. Y se suponía que este desenmascaramiento de viejas ilusiones era una condición necesaria para el advenimiento de la liberación definitiva. Tanto Schelling como Kierkegaard o Dostoievski, y -a su modo- el propio Nietzsche, habían descubierto hace poco más de un siglo que lo más nuclear de esa transmutación de lo humano, provocada por la manera de pensar propia de la modernidad, era ni más ni menos que el nihilismo. El marxismo, el liberalismo economicista, el darwinismo social nos han convertido en esos hombres huecos, con la cabeza rellena de paja, a los que se refería T. S. Eliot.
Pero, llegado el despertar del sueño de la revolución, nos encontramos más desamparados aún, porque tales ideologías de la sospecha han corroído nuestra confianza en las posibilidades de avance y perfeccionamiento que pudiéramos llevar los humanos en nuestro interior. Y es que, en cierto sentido, las revoluciones antropocéntricas se han esfumado porque, en un aspecto sustancial, sus proyectos se han cumplido. No, desde luego, en el sentido de que se realizaran sus promesas utópicas, pero sí en el sentido de que han vaciado al hombre de su propia esencia irreductible a la materia y al entrecruzarse de fuerzas puramente fácticas. Y se suponía que este desenmascaramiento de viejas ilusiones era una condición necesaria para el advenimiento de la liberación definitiva. Tanto Schelling como Kierkegaard o Dostoievski, y -a su modo- el propio Nietzsche, habían descubierto hace poco más de un siglo que lo más nuclear de esa transmutación de lo humano, provocada por la manera de pensar propia de la modernidad, era ni más ni menos que el nihilismo. El marxismo, el liberalismo economicista, el darwinismo social nos han convertido en esos hombres huecos, con la cabeza rellena de paja, a los que se refería T. S. Eliot.
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